Hasta este fin de semana nunca me había costado escribir en ese no lugar que es tribecca, donde ayer coloqué el texto que ahora sigue. Puedo pasar días en mi estratosfera pero siempre acabo contando algo. Puede que tenga ganas de relatar una historia concreta, algo que lleve días barruntando, o puede que me nazca por generación espontánea. En ninguno de los casos me lo pienso demasiado. Como cuando un poema me salta a la cara y encuentro todos los significados, las cosas van brotando. Cuando digo que no hay nada más que agua entre los dedos no estoy mintiendo. Tampoco cuando, ahora, afirmo que en estos momentos escribo desde el suelo, en un charco, y tengo las manos llenas de barro.
En este lugar siempre se habló demasiado de la muerte, pero siempre en pasado, nunca en presente. De hecho, tengo la suerte de que no se haya muerto nadie a quien yo quisiera en los últimos cinco años, cosa que en sí misma en un prodigio, está claro. También puede suceder que te percates de que quieres a alguien cuando ya no juega en tu campo. Sólo sé que cuando me enteré de que Ángel había muerto estaba en Carabanchel, había nubes bajas y un cielo azulísimo; yo paseaba, tras media hora en el metro en la que, precisamente, escuché a Ángel recitando. Sentí lo mismo que las anteriores veces que se me fue alguien importante.
Un peso extraño y espontáneo que tiraba de mí hacia abajo, el descontrol de mis extremidades y lágrimas que nacen rápido, la repetición de un moNOsílabo y un nuevo cajón en la biblioteca de mi emoción, para abrir en los momentos necesarios. Sucede que, por el momento, tengo el cajón completamente abierto y no puedo cerrarlo. Desde que me enteré de que murió Ángel González no puedo dejar de pensar en él. Hace pocos días escribí aquí que yo le debía mucho a Ángel, tampoco eso se va de mi cabeza. No se va de mi sentipensamiento su presencia, mientras le hago un hueco a su ausencia. Voy asumiendo. No hubo más lágrimas como las primeras. Fui a Carabanchel en metro escuchándole recitar sus poemas, y me fui de la misma manera.
Lloré a ratos pero sin escándalo, me sentí lejos de cualquiera y de nadie, y me dediqué a leer sus poemas en solitario. Me pareció la mejor manera de honrarle, pero ahora me siento inane, y no tengo ganas de explicarlo. Debo aceptar como natural que todo el mundo hable de Ángel, ahora que ha muerto, que todos los periódicos y los telediarios, y sin embargo me resulta extraño; como si me estuvieran robando algo, pero no sé qué es. Supongo que se espera de mí que hable de él, pero ya he hablado tanto de Ángel que casi considero innecesario decir algo cuando se ha ido, excepto que me alegra que haya muerto en 2008 y en enero, excepto que soy una afortunada, porque comí con él el 2 de octubre del año pasado, excepto que sin duda le debo mucho, y que ya no sé cómo pagárselo.
Ángel González era impasible y tierno; era un hombre árbol.
LUZ LLAMADA DÍA TRECE
A cada cosa por su sólo nombre.
Pan significa pan; amor, espanto;
madera, eso; primavera, llanto;
el cielo nada; la verdad, el hombre.
Llamemos luz al día, aunque se
[asombre
quien dice “es martes hoy, ayer
[fue santo Tomás, mañana será fiesta”.
[¡Cuánto más verdadera que cualquier
[pronombre es esa luz que cuaja el aire en día!
Hoy es luz llamada día trece
De materia de mayo y sol,
[digamos.
Y si hablamos de mí –puesto
[que hablamos, de algo hay que hablar-,
[digamos todavía: pasión fatal que como un árbol [crece.
(Ángel González, Realidad casi nube)
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