sensibilidad suspendida

(razón: allá)



por su importancia IV


Hace un tiempo mi amiga Joana me regaló esta foto. La tituló CucharaRebeca. Por aquel entonces yo ni siquiera me sentía u minúscula, aunque me faltaba poco. No pensaba ni por asomo que la tal u que me brotaba debería algún día tratar de ser cuchara. Se ve que sí que me gustaban, porque Joana decidió regalarme esta que hoy cuelgo en este lugar donde apUntalamos la t a la rutina. No es azar que una u sujete la t en esta palabra. No es tontería que es cuchara, cucchiaio, que spoon, si le pones ganas, se dice con u, que es posible que esta u esté adquiriendo forma de cuchara, o que al menos le pone cierto empeño, digámoslo, es el Ejército que yo ejercito el empeño. A veces me caigo el suelo, se derraman las gotas, me invade el desconsuelo, pero me acompañan cUbiertos, y cuando tengo mucha suerte el azulienzo se cubre de nUbes que amamantan el tedio,como anillo el dedo. Me han animado a formar parte del viento, me brotan ganas de dejar que gane el amor, por qué no, sí, digámoslo. Escribiré una carta a Julian Barnes y defenderé el amor. Me dan ganas. Yo lo advertí: os vais a enterar de lo que vale un corazón, este utópico bivavo que aspira a adquirir forma de taza.


Si u ha de ser cuchara.
si u consigue convertirse en cubierto de agua,
de sopa espesa que amamanta,
de jarabe en la cama,
que su corazón sea una taza.

Me encontré con mis ojos, esta mañana,
en el fondo de una, mientras desayunaba.
¿Tiene derecho una minúscula u a expresar deseos,
a decir lo que le pasa?

Que se convierta mi utópico bivalvo en cerámica,
cristal transparente, alta o baja, redonda o espigada,
con asas, una en los momentos preciados,
dos para que me cojas con tus dos manos,
o atada, libre de lastres, para que puedas abrazarme
sin encontrar persianas.

Quiero que dé agua, que se abran todos los poros,
que comience a salir la bilis, ya no queda casi nada.
Podrá brotar después el agua, ¿verdad? Limpia y clara.
Se confunde con el fondo de la taza. Son hermanas.










Hoy me he perdido en Madrid como en las primeras noches. En realidad podría perderme siempre pero algunos lugares me suenan por la fuerza de la costumbre. En mi nostalgia matutina hoy salí de casa con mochila. Ha sido bueno (quiero decir paroxista) hacer el último viaje del verano así, no con maleta sino con porte escolar, dibujándome con una mochila comprada en pleno tránsito, como debe ser, en el aeroparque de Buenos Aires con destino Bariloche el verano pasado. Para hacerlo todo más surrealista, a Barcelona viajé en avión, y así completé mi lista de transportes de este año: Trenes, autobuses, ferries y un par de aviones para terminar el periplo.

Como siempre, comienzo los viajes de forma extraña. Suele sucederme. Podría uno decir que comienzo los viajes mal (olvido el pasaporte, o me llevo el antiguo, se me rompe la maleta en el portal…) pero yo diría (estoy en proceso) que inicio las aventuras de u exploradora de manera absolutamente paroxista. El miércoles, con el tiempo adecuado y mi mochila me planté en Barajas una hora antes de mi vuelo. Perfecto, pensaba yo, pero era una ignorante, alguien en estado de anacronía permanente, y me encontré con el futuro amenazante. Quiero decir, el presente. Resulta que en Barajas hay un edificio Satélite. Para llegar hay que coger un tren. El tren te espera en algún submundo de la T4, y hay tantos… Es tan complicado llegar al satélite (los de Iberia son de un irónico) que cierran el vuelo exactamente una hora antes, así que perdí el mío. No lo entendí muy bien al principio. Me faltaba una hora, no tenía que facturar, oigan, déjenme entrar.

Luego asumí, creo que bastante rápido. Encontré a una señorita de Iberia bastante amable que me ofreció dos posibilidades. 150 euros más, plaza asegurada en el siguiente vuelo, y por 30 un fabuloso lugar en la lista de espera. Indagué un poco si la tal lista podría llegar a asegurar el vuelo pero claro yo no trabajo torturando mentes criminales. Sin embargo una sonrisa de la Iberiaseñorita me hizo confiar, y efectué el acto de fe, tenga usted sus treinta, yo me pelearé con las puertas y las gates y esperaré tres horas hasta saber si vuelo a Barcelona o me quedo en Madrid. Pero cuando comencé ese miniviaje por el inframundo de las vacaciones pasó lo inevitable. ¿Lo paroxista? Trataron de hacerme sufrir una cola infame para facturar, y entonces me rebelé, porque yo, precisamente en ese viaje, había decidido no facturar ni dar el coñazo con maletas y matildas; yo iba con mochila, en sandalias, me importaban cero las inclemencias del tiempo y tenía cinco días por delante.

Creo que me hicieron caso porque temieron que se revolucionaran las filas cuando comencé a hablar seriamente y, al instante, vi una voz y una mano levantándose. ¡A mí me pasa lo mismo, lo mismo, y he llegado una hora antes! Para evitar problemas la nueva señorita de Iberia nos mandó a un lugar llamado 830, donde tampoco nos solucionaron nada pero sí nos animaron a pasar el cordón de seguridad y esperar allí el desenlace. Para amenizar, un café, que nos llevó de la rectitud de los desconocidos al estado amigable. Podría decir que Rafa y yo nos hicimos amigos velozmente, pero en realidad están re claras las fases. Reconozco eso sí que nos conocimos de forma completamente paroxista. En el escáner pasé sin problemas (una mochila parece que no molesta a nadie) pero Rafa tuvo que abrir su maleta y aparecieron unas cuantas sartenes y varios manojos de llaves. Mientras resbalábamos la T4 me contó que era profesor de Lengua y Literatura, mientras tomamos café me relató su carrera profesional, y yo algo de la mía, poco, porque es muy corta. Cuando subimos al tren que te acerca al satélite él ya había dado rienda suelta a su auténtico yo, a su vertiente gay y a su alegría desbordante. La seriedad del café y el crítico literario se fugaron en instantes, nos compramos una tableta de chocolate y la compartimos en una esquinita, antes de embarcar.


No sentaron juntos, ¿no es espectacular? Y aprovechamos para explicar el por qué de nuestros viajes, nuestras historias íntimas, las cercanas, las lejanas y, por primera vez en mi vida, salí de un aeropuerto abrazada a un desconocido que ya es amigo (sí, algunas certezas se dan en segundos) y anunciando al unísono un próximo viaje: Marrakech, en algún fin de semana de este invierno. Así nos recogió Anna en el Prat, que aceptó a Rafa con naturalidad, y nos fuimos a comer los tres (eran las cinco, estábamos hambrientos) a un lugar que a fuego ya lo tengo en el recuerdo. Se llama Buenas migas, en una calle preciosa de Barcelona, de nombre también excelso (Bon succes, pero no sé como se escribe bien) y a dos pasos de la Librería Central, donde en la sección de Crítica Literaria atiende una chica espectacular con la que tomé té (y muchas cosas más) la tarde siguiente, con ella, con Anna y con una jovencita que se iba a China el día siguiente. ¿Qué pensarán en China de las cucharas? En Buenas migas, para ir al baño, tienes que pedir una llave en el mostrador, subir unas escaleras y abrir una puerta de madera. En la mano, como llavero, una cuchara. Diría que me pareció una señal pero corro el riesgo de parecer excesivamente paroxista y, aunque lo estoy (o lo soy), ya dejé claro anteriormente que muchas de las cosas que pienso las callo. Sin embargo algunas cosas si no las suelto me atraganto. Las bellas, sobre todo, las doy con gusto y las oscuras las escupo.


Llegar a Barcelona, tras tanto esfuerzo futurista y tan excelsa la conciencia de una nueva amistad y encontrarme, para poder lavarme, con una cuchara en las manos, sí, lo confieso, me pareció una jodida señal, un buen signo, una bondad, un acto paroxista así sin más. Los días siguientes confirmaron la señal. Ha habido de todo, ha habido más. Me reencontré con mis amigos italianos, Lou y Fa, a los que no veía hace tres años y, no sé…, cómo explicar su importancia en mi realidad. Entiéndeme, ellos me cuidaron en aquel año en que se apareció en mi vida, por última vez (por el momento) la muerte. Hablar en italiano también fue relevante en esos días y, sobre todo, ir con mochila, que da otro aire, uno se siente más inane, más libre también, no sé si como consecuencia de la inanidad, y también se siente uno portátil, pequeño, en proceso de aprendizaje, como un escolar. Si a eso añadimos sandalias y caminar bastante ya está, vacaciones itinerantes, una ciudad húmeda, amigos para abrazar, sí, yo estos días he abrazado sin parar. He conocido a algunas personas un poco más, y eso es muy grande. Déjame gritar, va, esto es ENORME, como diría mi amiga Agostina, esto es lo más. Mi anterior viaje a Barcelona, hace dos años, fue con Agos, e imbuidas por el todo y las partes, en un sitio llamado Sándwich&Friends decidimos que algún día tendríamos un restaurante. Lo llamaríamos Cucharas.



Se sucederían las tardes con Agostina (tortas, tés, cafés) y, decía ella, yo tendría una habitación para mí, para leer cosas interesantes y escribir menús y recetas, o lo que se me ocurriera. Ahora viajo de nuevo a Barcelona, y nuevamente me digo que sería hermoso vivir allí. Además de la mochila, mi otro tesoro fue el anillo que, últimamente, llevo siempre. Seguro que he escrito aquí sobre él. La chica que lo hizo y los vendía, en el Forestal de Santiago, dijo: No encontrarás otro así. En aquel entonces me sonó exagerado, y sin embargo se lo compré. Meses después, durante la I Agrupación Paroxista, María rompió el silencio una noche para decir: Rebeca, este anillo que llevas es una cuchara. Y aquello era cierto, y como dijo Gonzalo me vino como anillo al dedo. Había una nube inmensa y hermosa cuando Gonzalo dijo esto, el día anterior a viajar a Barcelona donde, fíjate, qué cosas, me topo con una nueva cuchara para abrir una puerta que me permita sentir agua, limpia y clara, durante un rato. Y las metáforas son perfectas, y cerramos las noches sentadas en escaleras, donde nos sorprende el nuevo día y nos parece alucinante. Aquellas escaleras eran incómodas, fueron muchas horas, pero el momento era importante, cUcharas, pUertas, palabras, personas, y un viaje.



El último día quisimos comer en un vegetariano que Amaia recomendaba, pero es agosto y pasa lo que pasa así que repetimos en Buenas Migas, Anna, Amaia y yo. A Amaia se le ocurrió y yo pensé (aunque no dije), que era una chica muy lista. Algo que he pensado muchas veces estos días, aunque a veces me detenía más en su vertiente amorosa. Así las cosas, Buenas Migas se convierte en Buenas Amigas, y vuelvo a retener la cuchara en mis manos hasta encontrar agua y, mientras pido suculentas viandas Anna saca esta foto de la que no me informa, hasta que la muestra, la regala y relata. Gracias, Anna, sin puertas para nada servirían las cucharas. Sin hambre no servirían tampoco para nada. Sin las ganas de dar, aún sabiendo lo que nos quitan, no sé de qué serviría siquiera charlar. Qué importante la II Agrupación Paroxista, qué maravilla Anna I la Magnífica, qué excelente que viniera Mai, que llamó justo cuando llegamos a Buenas Migas el miércoles, poco después de que esta cuchara pasara por las manos de los tres, Anna, Rafa y yo, y que también pasó por las manos de Amaia, seguramente. Hasta confluir en este lugar, en esta noche en la que me pierdo en Madrid y me da igual, y llego a casa y, para completar, encuentro en mi correo la Oda de Neruda a la Cuchara, pero calma, eso tal vez en otro instante, porque hoy tiene que venir Jorge Boccanera a decir una verdad. Ahí va:



CUCHARA

Nace del verbo dar,
como si el corazón tuviera mango.
Está hecha de lo que le falta. Jamás
se guarda nada para sí.
Podría medir el mundo, acunarlo, transportar su misterio,
sus campanarios de agua de una orilla a la otra.

Más humana que un perro.
Más a mano que Dios.

Jorge Boccanera
Servicios de Insomnio
Editorial Visor de Poesía



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Chiquilla, esta cuchara se parece, con ese color y demás, a un instrumento de tortura uterino que vi en aquella falaz muestra sobre la Inquisición... Pienso que para ti hay cucharas mejores. Un beso.

Soledad dijo...

queridísima u... como siempre tus palabras me maravillan.
Me encantó el poema de Boccanera, pero el tuyo me dejó sin aliento... que hermoso ser una cuchara y poder dar y encontrarse con un gran corazón convertido en taza y compartir el dar y el recibir.