sensibilidad suspendida

(razón: allá)



TRATADO INSTANTÁNEO SOBRE LA U MINÚSCULA


Llamándome Muñoz y siendo de Úbeda trabé desde muy pequeño un estrecho contacto
con la letra u, especialmente en su forma minúscula, sin saber que muchos años después
acabaría sentándome en ella cuando ingresara en la Academia Española. La letra es
pequeña, pero eso no hace que el sillón sea menos labrado e imponente, y uno se
acomoda en su concavidad de una manera muy satisfactoria, y además sin el exceso de
empaque que tienen otras letras, como la hache mayúscula o la eme mayúscula, que son
casi como frontispicios de monumentos.

Yo veo que esta u tan pequeña va bien con mi carácter. La u aparecía en los cuentos de
miedo que me contaban cuando era muy niño: yo aún no sabía escribirla, pero su sonido
me asustaba, cuando el que me estaba contando el cuento imitaba al aullido del lobo a
medianoche o el ulular del viento entre las oscuridades movedizas de un bosque. El
verbo ulular está tan lleno de viento porque está lleno de úes: los lobos de los cuentos
alzan el hocico hacia la luna y de sus gargantas surge una amenazadora letra u que es la
misma que suena en el aullido y en la ya de por sí inquietante palabra aullido. Otro de
los personajes con que se asustaba a los niños más pequeños era casi como una
exhalación fantasma de la letra u: el Bu. El Bu iba a venir si no nos comíamos la sopa,
si no nos dormíamos pronto; el Bu podía amenazar con su llegada sin ningún motivo y
sin culpa nuestra, sólo porque a un adulto le hacía gracia ver la cara de susto que
poníamos al oírlo nombrar.

-¡Que viene el Bu¡

La u la decían mucho los gatos, esos camaradas raros de los niños que juegan por el
suelo y gustan de esconderse entre las patas de las mesas. Cuando sus ojos brillaban en
la oscuridad y hacían ¡fu!, los gatos daban más miedo que todos los fantasmas de los
cuentos.

Las madres, abuelas y vecinas usaban mucho la letra u en sus conversaciones, sin
mezclarla con ninguna otra, dándole la forma de una exclamación de asombro. Se les
ponía una o redonda en los ojos y en los labios pero lo que salía de estos era una larga u:

-Uuuuuuu qué caro se ha puesto el aceite...

En la vida doméstica la u minúscula se usaba mucho: estaba en el azul (que en mi tierra
llamaban azulete) con que se teñía la cal de blanquear zócalos y patios, que era el
mismo de los mandilones que llevábamos los niños al querido y popular de los jesuitas.
Algunas madres se modernizaban, pero no por eso abandonaban las virtudes
limpiadoras de la letra u, porque el primer detergente en polvo y con marca que llegó a
las pilas de lavar de Úbeda se llamaba Tutú. Ellas, las madres y vecinas, por supuesto
que no usaban la palabra detergente:

-Uuuuu, qué limpias dejan las sábanas esos polvos de lavar.

La u minúscula estaba en la portada del primer libro con el que aprendí a leer en la
escuela. El Parvulito. En el Parvulito venían dibujadas las primeras letras que se
empeñaba en descifrar la mirada infantil, las cinco simples y hermosas vocales de la
lengua castellana, que parece que imitan con su forma la de la boca de un niño que
empieza a decirlas. Las vocales, igual que los números, tenían en aquella escuela una
existencia más que tipográfica, una categoría de personajes y figuras. La a era una letra
importante, la primera de todas, como la primera de la clase, como una niña algo pánfila
que se sentara en el primer pupitre y que dijera de memoria todas las tablas. (Pero ya me
estaba inventando un recuerdo: aquellas escuelas no eran mixtas, y por lo tanto yo no
puedo acordarme de ninguna niña empollona). La o era un niño gordito y risueño que
seguía jovialmente la marcha de las otras. Para escribirla, siendo tan sencilla, uno oía
decir que las personas muy torpes habrían necesitado el auxilio de la u, que se encuentra
en el interior de la palabra canuto.

-Ése no sabe hacer la o con un canuto.

¿Y qué instrumento habría hecho falta para escribir la u? Nunca nos lo dijeron. La u era
la última de las cinco vocales, como ese último pato de la fila que se queda atrás porque
va más distraído, o ese niño que se queda el último en todas las colas, y que se ve que
va a seguir quedándose el último a lo largo de su vida.

Las letras tenían colores. La a era blanca, la e roja, la i amarilla, la o azul, la u era verde,
salvo cuando, como ya se ha visto, era también azul en el detergente en polvo y en la
palabra azul. El niño que no sabía leer y que deslizaba su dedo índice por la plana de la
cartilla tardaría muchos años en leer el soneto de las vocales de Arthur Rimbaud, dueño
también de un nombre rico en ues, pero ya tenía dentro de sí mismo la capacidad de
alucinación que pasaba inadvertida para casi todo el mundo. La u, precisamente, estaba
en esa palabra importantísima, mundo, que era redonda, inmensa, como un glob
aerostático. ¡Se iba a acabar el mundo!, decían las vecinas viejas, o repetían algunos
niños durante los juegos de la calle, sobre todo al anochecer, a la luz de las bombillas de
las esquinas, cuando se contaban cuentos de miedo y sonaba siempre en ellos la temible
u de los rugidos, los aullidos y los alaridos. La palabra alarido da bastante miedo, pero
lo daría más aún si tuviera una u: los alaridos de los fantasmas o de los enterrados de los
cuentos de miedo serían ularidos horribles. Las tumbas eran más siniestras porque
además de un cadáver tenían dentro de ellas: tumbas, catacumba. En las catacumbas
donde se escondían los cristianos según la histo ria sagrada, resonaba una u de
retumbamiento y claustrofobia.

La u minúscula era más u que nunca cuando recibía el acento. Entonces casi adquiría la
importancia de una gran u resonante y mayúscula:¡Úbeda, tumba, catacumba, púrpura,
puma pústula¡. La u tenía una materia tan maleable como las formas que adoptan los
bultos entrevistos en la penumbra del dormitorio, a la hora de dormirse. La u podría ser
tersa y suave en la palabra tul y convertirse en segregación líquida y maloliente en una
de las palabras que asustaban más a los niños, que la oían sin acabar de comprenderla en
las conversaciones de los mayores, o cuando le decían a uno que si se hería con un trozo
de hierro se moriría de tétanos. Me refiero a la palabra pus.

Algunos salen de la infancia y de la escuela y dejan atrás la caligrafía y las sugestiones
mágicas de las letras y de las palabras, igual que abandonan los juegos y cambian la
voz. Otros, más pueriles, o más inútiles para la vida práctica, seguimos toda la vida
enredados con ellas, alimentados, iluminados, incluso entontecidos por ellas. Las
personas de verdad adultas aspiran a sentarse en sillones de consejo de ministros o de
consejo de administración, en cátedras, en arrogantes sillas de montar, en pedestales, en
asientos anatómicos de coches de lujo. A lo más que yo he llegado es a sentarme en una
u minúscula, y aunque soy por naturaleza, y por usar una importante palabra infantil que
también contenía la u, culo de mal asiento, en éste me encuentro bastante cómodo, si
bien, espero, no tanto como para amodorrarme de perezosa complacencia.

A esta edad de la vida, aún me mantengo fiel a un descubrimiento que hice, no sin
amarguras y sobresaltos del corazón, cuando dejé las aulas del colegio por las del
instituto y empecé a enamorarme de las chicas: que uno de los lugares más útiles y
necesarios y en que mejor suena la u minúscula es en la palabra tú.




Antonio Muñoz Molina

2 comentarios:

samsa777 dijo...

En ningÚn sitio suena mejor, efectivamente.

MAYA dijo...

Hermos texto nos has traído Rebe. Desde hoy mi mayor respeto al u minúscula y si lleva acento reverencia absoluta.

El texto de Muñoz Molina es un lujo. Y el final maravilloso.

Un beso,

Maya