sensibilidad suspendida

(razón: allá)



sobre mi delirante atmósfera





Desde que volví de Barcelona a finales de agosto los fines de semana en Madrid me parecen una continuación del verano. Excepto el que pasé enferma y el que me fui a Toledo todos se han llenado con la visita de distintas personas. Esto aumentaba el estado paroxista en el que yo me encontraba, y además se mezclaba con mi necesidad de contar a los amigos lo que me había pasado en la primera parte del año. Si algo eché de menos en esos meses, algo más allá de lo inalcanzable de todo punto, fue a mis amigos, aquellos que han crecido conmigo, los que marcaron una época, a saber, menos de diez de la carrera, pocos del colegio, todos los del Erasmus y los de cada verano en Castro. Después, sucede que te mueves y conoces más gente, que tal vez también proceda de lugar lejano. Pero no es fácil para mí poner a la gente en antecedentes. Me aburre, me cansa o no me apetece. Pocas veces siento cuando conozco personas que podría contarles lo que aconteció, o acontece. Lo más terrible es que los amigos preguntaban y yo no podía explicarme con claridad. Es más, no lo hacía en absoluto porque no podía, y ellos se preocupaban. No sé si, de tenerlos cerca, físicamente cerca, hubiera podido relatar. Me acuerdo especialmente de bajarme de un taxi en Manuel Becerra, apoyarme en una esquina y llorar con María al teléfono, ella en Idaho, y en Madrid lloviendo, hace más o menos un año.

Este nuevo otoño me está concediendo muchas bellezas. Si bien vivo en el más absoluto equilibrismo laboral y sentimental, creo que las cosas no me van mal. Me hubiera gustado viajar más, pero ha venido mucha gente a visitarme, y me siento muy contenta de haber hablado de mis cosas con muchas personas, sintiendo la abertura en mi misma y la suya en sus miradas. Cuando en Ceuta expuse mi aventura introspectiva a ciertos pilares de mi bastión, María, fundamental en mi vida, se echó a llorar al mismo tiempo que yo, iba sintiendo al mismo ritmo que yo relataba mi historia. Fue emocionante. Ayer le conté cosas mientras pedaleaba en su bici, camino de la Universidad, a la ocho de la mañana en Idaho y a las cinco de la tarde en Madrid. Ahora son más de las seis aquí, y he pasado casi todo el día en bello silencio, quebrado sólo por los sonidos de la calle y las personas. Creo que un diálogo con María, precisamente, explica bien cierta sensación de paz que a veces siento, y siente ella, cuando estás tú y lo ajeno y la conjunción es bella.

- Vengo de pasear. He hablado con muchas personas.
- ¿Qué personas, María?
- No sé, personas, Rebe, sin nombre ni apellido conocidos.


Hoy he salido de casa antes de las doce de la mañana y me he sentado en un banco, hacía fresco, había sol, entre unos árboles se filtraban rayos, y a mí siempre me gusta mirar hacia las copas. Me detuve para enviar un mensaje a Javier Cid, que fue la última persona con la que hablé anoche, también por teléfono. Trabajamos diez horas juntos, pero al parecer no nos cansamos. Hoy le escribí para hablarle de su último enamoramiento. Sólo dije: Me gusta tu urólogo. Su sutil manera de decirte las cosas. Él llamó, hablamos, se iba al gimnasio, yo al supermercado. Me sorprendió el movimiento de un sábado. La conversación de dos señoras junto a los congelados, dos señoras mayores, algo cansadas, y no sé qué me pasa con los ancianos, que quisiera abrazar a tantos. Compré tanto que dije sí cuando me ofrecieron llevármelo a casa antes de pagarlo, y entonces se produjo un espectáculo interesante.

Primero hablaron entre las cajeras sin tenerme demasiado en cuenta. Una me propuso ir a otra caja, donde antes que yo iba un carry repleto, y se deshizo en disculpas para que yo no me molestase Yo le corté rápido: Ni te preocupes, no hay problema. El gran carry precedente tuvo sus quince minutos de gloria, tiempo que empleé en fijarme en cómo se sucedía todo el trabajo de sábado en un supermercado. Sólo había mujeres, y muchas de ellas eran sudamericanas. Estaba Fany Escalante, la chica que me atendió la primera vez que hice la compra, cuando llegué a Madrid. Me fijé en su chapita ese día, y ella sigue ahí. Las cajeras tienen terminología propia y se mueven y actúan cuando hay mucho trabajo más o menos como Javi y yo cuando cerramos un suplemento de los nuestros. También observé algún que otro mosqueo, y sobre todo me parecieron serios los clientes.

Realmente, hay cierta gente que debe sentirse muy oprimida por jefe, padre, madre, marido o esposa, porque cuando se sienten poderosos es frente a un camarero, cajera o algo parecido, alguien a quien ellos pagan un servicio. Antes vi Los Simpsons, Homer, que lo explica todo bien, dijo: La única manera de sentirme bien es que otro se sienta peor que yo. Por eso (ahora me toca ser petulante), como dice Enzensberger, las calles están llenas de ofendidos. Sin embargo yo necesito, o al menos me engancha porque lo disfruto, encontrarme lo bello en lo ajeno, y también tomar distancias. Distancia de todo punto, de todo lo cercano, porque tiendo a la redundancia, incluso al bucle vital, y me cuesta alcanzar la lentitud en un mundo siempre en marcha. Últimamente siento que todo me salta a la cara. Entro en contacto con el libro El delirio de las Nubes, se suceden tantas cosas en el fin de semana pasado y esta noche quedo con la poeta que firma el libro, está en Madrid, cenamos en un peruano. Desde que llegué a esta ciudad se instaló en mí la Nubefilia y el mes que viene me voy una semana a Oaxaca, región de México cuyo nombre, en mixteco, significa País de Nubes. Incluso dejando a un lado a Ángel González y su Realidad casi Nube, ¿no os parece que está sucediendo algo? En fin, seguiremos informando…

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